viernes, 25 de noviembre de 2011

            El reflejo de la luz depurada suavemente por el visillo abre a la fuerza mis ojos, me duele la cabeza y mis músculos sienten la necesidad de alargarse hasta el infinito pero no tienen espacio suficiente. Veo a través de la ventana un día gris y luminoso encapotado por un cielo de nubes blancas que el viento mueve y desfleca a su antojo. Inerte por el amor su cuerpo yace aún desordenado boca abajo en la cama, el pelo ocultando un rostro que no puedo recordar y su mano, de dedos largos  abierta y hundida en la almohada, a la que si recuerdo abriéndose paso entre mis piernas y a éstas obedeciendo su mandato al instante. Enciendo mi primer cigarrillo y me siento en la cama para contemplarlo como quien contempla una obra de arte, sin el más mínimo atisbo de deseo carnal. La sinuosa curva de su cadera,  la suave flexión de su pierna por la que resbala la luz y el tono dorado de su piel me traen a la mente al ambiguo efebo de Donatello. Demasiado joven,  demasiado femenino…

            Alguien que debe ser un vecino me saluda desde su terraza balanceando enérgicamente la mano por encima de su cabeza. Vuelvo a cubrir la ventana y al girarme el espejo me devuelve la imagen de alguien que no debería estar aquí. El espejo, fetiche de los amantes, así me lo enseñaron.  El espejo, el velón, el olor a cera y a humo de tabaco, el frío en el cuerpo desnudo y ya solo; un escenario que la luz y el tiempo hacen ridículo y que empiezo a desmontar con desdén, como la madre que en su rutina recoge el cuarto desordenado del hijo.

            Me cubro el frío con una manta y me siento a escribir. Los dedos navegan rápidos por el teclado sin un rumbo fijo. Las palabras se unen para formar frases a las que más tarde le buscaré sentido. Desnudo, apoyado en el marco de la puerta me observa con una sonrisa pueril que me exacerba, se acerca, me besa el cuello y los hombros. No puedo agradecérselo. Hay café caliente en la cocina, le digo. Me mira con una complicidad inexistente y se aleja lentamente dejando en cada rincón un atlante de mármol frío.

viernes, 5 de agosto de 2011


      Con la mirada fija en sus labios,  igual que una sorda,  intento descifrar lo que dicen. Son labios carnosos que en su alegre baile dejan entrever de vez en cuando una fila blanca y regular de dientes que me hacen pensar en el teclado de mi piano infantil, recuerdo que me deleitaba más con el tacto de las teclas que con el propio sonido cuando éstas percutían las cuerdas. Siento deseos de acariciar ese teclado…

            Se ha levantado una suave y fresca brisa que agradezco. Desde que he llegado el calor me ha martirizado envolviendo mi piel con una capa húmeda que me asfixia. Enfrento al aire de cara, no debe haberle gustado mucho mi descaro porque furioso ha revuelto mi pelo y el de él que intenta recolocárselo sin éxito. Con gesto desesperado ha sacado de la mochila una cinta blanca que se ha colocado a modo de diadema para despejarse la cara. Hasta ahora no había reparado en lo atractivo que es. Debe andar por los treinta y cinco, dice llamarse Julien y ser un biólogo marino que se encuentra haciendo un estudio sobre no sé qué bicho.

            Ajeno totalmente a mi ausencia sigue sonriendo y hablando sin tregua. Me doy cuenta que me he convertido en una maestra del estar sin ser, soy yo y soy otra, pero él no lo nota. Él es sólo él.

            El camarero trae los cafés. Intento recordar cómo he llegado hasta aquí, por qué estoy sentada a su mesa o él a la mía. Mira su reloj, parece que llega tarde no sé a dónde, le da un sorbo rápido al café a la vez que anota algo en una tarjeta.  Se levanta, se cuelga la mochila del hombro y se acerca a mí para depositarme un inocente beso en la mejilla. No reprimo ninguno de mis deseos, y el de acariciar el teclado es muy fuerte. Encierro su cara entre mis manos y acerco su boca a la mía. Me regala una inquietante mirada y me da la tarjeta. Llámame, me dice.

            La algarabía de las gentes, el color melocotón de la luz y las notas del bandoneón de un músico ambulante crean un ambiente porteño que disfruto a sorbos cortos. Creo que después de todo no ha sido tan mala idea venir a la casa de la playa de no ser por la tediosa reunión de esta noche que como cada año inaugura la temporada estival, y a la que como siempre llegaré la última para hacérmela más corta.

            Al levantarme me siento entumecida como si hubiera estado inmóvil en este lugar gran parte de mi vida. Siento tristeza, quiero volver a empezar como cuando despiertas de golpe de un placentero sueño, quiero volver a ver la escena. Camino lentamente hacia el malecón donde las olas rompen con fuerza dejando en su huida un mar de espuma blanca/teclado/dientes.

            ¡Ay Julien!, lástima que cada vez me sienta más segura al pensar que el mejor hombre para mi es una mujer y que aunque nunca moriré por ti como Madame de Rênal ni te amaré como la joven Mathilde de La Mole, no me importaría, como ella, conservar tu noble cabeza en una bonita caja. Te llamaré, no lo dudes.

jueves, 26 de mayo de 2011

Maldito ático, maldita domótica, maldita ciudad, maldito calor. No puedo respirar, siento que la piel se me va a cuartear como la de un crustáceo a la plancha... Hasta la piscina hierve. A través del ventanal, condenado a no ser ventana,  los edificios reverberan pareciendo que se van a derretir de un momento a otro ¿a cuántos grados estaremos? Necesito salir pero no puedo hacerlo, el ángel exterminador con su espada incandescente está esperando en la puerta para separarme la cabeza del tronco. Mejor espero aquí a que arreglen el aire acondicionado. Ya no pueden tardar mucho, los técnicos especializados llevan más de cuatro horas con sus ordenadores chequeando (que dicen ellos) todos los programas que controlan a través de un mando las funciones de la casa. Sufridos sí que son. Sara les ha llevado una limonada y unos canapés, pero el hielo se está derritiendo sin remedio, apenas si queda para refrescar un vaso de agua. ¿Sería mucho pedir que revisaran también mis biorritmos? Me siento como una autómata encerrada en mi propia caja, en una existencia vacía y carente de sentido y de futuro. Debe ser el calor. A lo lejos oigo un piano, ¿un piano? No tengo piano. Quién toca un piano que no tengo…
-         Señora, su móvil está sonando.
-         ¿Mi móvil?, gracias Sara.
-         Dígame.
-         Querida, ¿cómo estás?
-         Con la garganta seca y el alma abrasada por el fuego de este infierno.
-         Pero mujer, cómo se te ocurre… ¿Aún siguen ahí los técnicos?
-         No sé si siguen aquí o ya han sido pasto de su propia combustión.
-         Recoge tus cosas, nos vamos a la casa de la playa.
-         No, a la playa no. Allí es más fácil matar al primero que se me ponga por delante sin más excusa que el sol que quema mi piel y el sudor que ciega mis ojos. Me juzgarían, me condenarían y me colgarían, y lo peor de todo, me daría igual.
-         Está bien, creo que estás peor de lo que pensaba. Debe ser el calor. Paso a recogerte en una hora.
-         Sí, debe ser el calor. Gracias Vasili.

¿Gracias? ¿Sólo gracias?. Desagradecidas gracias.    

domingo, 16 de enero de 2011

La presentación ha sido todo un éxito, no cabía esperar otra cosa. Iré caminando a casa, me apetece pasear y tomar una última copa. Quiero quitarme la máscara de sonrisa forzada y sentir el frío de la noche en la cara. Camino despacio absorta totalmente en la contemplación de mis Manolos oyendo la suave cadencia de sus altos tacones sobre el asfalto. De aterciopelada piel color camel y de factura impecable,  el escote se remata con una cinta azul que se anuda en un elegante lazo en la tira trasera que deja el talón al descubierto. Ha sido todo un acierto combinarlos con el traje.

            No muy lejos distingo unos neones parpadeantes y mis pasos se dirigen hacia ellos. Las luces coronan una puerta de doble hoja no demasiado grande de color marrón. Decido que parece agradable y entro. Empujo la puerta y oigo los acordes de Stars Fell on Alabama, el sonido agarra suavemente mi cabeza con sus manos y me la gira hacia un pequeño escenario en el que se encuentran cuatro saxofones en alegre conversación con acelerado arpegio. Sin apartar la vista del escenario busco una mesa cercana a una ventana, siempre lo hago, me gusta mirar a través de ella mientras degusto una buena copa. Acerco la cara entre las manos al cristal pero no consigo ver la calle, no veo nada, está todo oscuro. El local no es demasiado grande, sus paredes pintadas de color púrpura alojan un abigarrado conjunto de fotografías, cuadros y pequeños muebles de todas las épocas que lo hacen intemporal. La decoración me inquieta pero a la vez me atrae. En una esquina una librería que alcanza el techo repleta de libros y revistas amarilleados por el uso, y supongo que por el paso del tiempo, en el más absoluto desorden. No hay nada que me ponga más nerviosa que una librería caótica. En la otra esquina una puerta  pequeña casi cubierta por un pesado cortinón rojo, que cuelga de una barra dorada,  y por la que salen y entran en constante agitación un sin fin de personas que parece que montados en un carrusel dieran vueltas sin parar.

            Desde una mesa próxima un hombre me observa desde que he entrado: levanta la cabeza, me mira escrutándome cuidadosamente y la vuelve a bajar sobre un pequeño cuaderno en el que hace anotaciones. Aunque su aspecto me resulta familiar me hace sentir incómoda. Aparentemente de mediana estatura y algo enjuto lleva gafas redondas de borde negro que le confieren un aire circunspecto. Viste un traje oscuro con chalequillo abotonado sobre camisa blanca de cuello duro que aloja una pajarita negra. Sobre la mesa un sombrerero gris con cinta negra y sobre el respaldo de la silla un abrigo también gris que me imagino, no sé por qué, portándolo sobre su brazo izquierdo. Puede ser un contable, o un escritor, o un periodista, o un filósofo, o un Toulouse Lautrec que me está haciendo una caricatura, qué se yo.

            Pendiente del contable (acabo de decidir que es un contable que juega a ser escritor) no reparo en otra figura que plantada delante de mi mesa me ha sobresaltado. Con sus grandes ojos fijos en mí, todo en él emana una extremada languidez que me despierta un sentimiento compasivo.

-Puede traerme un coñac doble y un vaso de agua, por favor.
-Preferiría no hacerlo.
-Perdón ¿qué ha dicho?
-Que preferiría no hacerlo.

No puedo contener la risa y suelto una irreprimible carcajada.

-¿Es usted Bartleby, Bartleby el escribiente? Recuerdo que leí ese libro cuando era muy joven, me apasionó. Le felicito,  su caracterización es perfecta,  siempre me imaginé así al personaje.

Sin mediar palabra, como cabía esperar del kafkiano amanuense, se giró y con paso lento pero firme, su figura desgarbada y de hombros cargados hizo mutis por la puerta del carrusel.

El lugar cada vez me resulta más curioso aunque me empiezo a impacientar porque no consigo la copa que he venido a buscar.

La música vuelve a hacer fijar mi atención en el escenario. Intento reconocer al cuarteto de saxos. Mañana sin falta voy a revisarme la vista. A duras penas distingo a Lester Young, Charlie Parker, Coleman Hawkins y Dexter Gordon. Es increíble, parecen ellos. Los reconozco. Durante muchos años sus fotografías disimularon las manchas de humedad de la fría habitación de mis comienzos. Los cuatro juntos ¡que locura! Vasili daría su brazo derecho por ver esto. No conozco a nadie a quien le guste más y entienda más de Jazz que él.

Empiezo a pensar que este espectáculo debe ser una especie de performance a las que esta ciudad es tan aficionada. De todas formas me gusta.

-Buenas noches.
-Buenas noches. Por fin, ya estaba dispuesta a marcharme. Dije doble y con un vaso de agua.
-No soy camarera.
-Perdón, pensé que…
-Es que acaso no me reconoces,  Anne Marie.
-¿Debería?

         No quiero saber quién es, pero le agradezco que me haya traído el coñac. Enciendo un cigarro y vuelvo a dirigir mis sentidos hacia el escenario.

-¿Puedo sentarme?
-¿Serviría de algo decirle que no? Veo que está dispuesta a hacerlo.
-Gracias.
-Mañana firmo ejemplares de mi último libro, estaré encantada de firmarle uno.
-No seas vanidosa.
-¿Qué es lo que quiere?
-Acaso te avergüenzas de mí.
-Nunca me he avergonzado de ninguno de mis personajes.
-Entonces, sabes quién soy.
-Eres endiabladamente bella, demasiado forzada la caracterización. Bartleby estaba más conseguido.
-No seas hipócrita, es que no te acuerdas de tus notas. Me describían como joven, morena, alta, esbelta, de ojos claros y boca sensual, doctora en paleografía y aficionada a los deportes de riesgo, sana, no fumo, no bebo…
-Todo lo contrario a mí. Me podrías traer otro coñac, por favor.
-¿Recuerdas a tus primeros personaje? El buhonero contrahecho que arrastraba una pierna y que hacías apedrear por los niños en las villas a las que llegaba a vender sus baratijas. Pobre, todavía Hamlet, cuando no está hablando con su cabeza calva, le arroja vértebras a modo de piedras del saco de huesos que siempre arrastra con él; o el templario al que nunca diste nombre y cuya cara no era más que un yelmo de hierro oxidado y que aún sigue con la espada entre sus manos y arrodillándose a cada momento creyendo haber encontrado lo que le enviaste a buscar; o el joven que sólo sabía  pensar y que de tanto hacerlo se convirtió en una nuez y fue devorado por una ardilla.
-Sí, los recuerdo ¿y qué?
-Pues que ahí siguen,  encerrados en su papel.
-Ofelia lleva más de cuatrocientos años encerrada en el suyo y acaba de pasar por nuestro lado con su corona de flores y su vestido empapado y todavía no ha cogido una pulmonía. No sé de qué te quejas, tú eres una de las que ha salido mejor parada. Las mujeres te envidian, los hombres te desean, hasta se ha sacado una línea pret a porter con tu nombre. Nunca me imaginé que un personaje como el tuyo tuviera tanto éxito. Igual dentro de cuatrocientos años sigues paseando tu esbelta figura por este local mientras que yo hará más de trescientos que formo parte del saco de huesos de tu amigo Hamlet. De verdad no te entiendo. Por cierto quién es ese señor, el del traje oscuro.
-Él nos añade o nos borra de una lista. Entonces ¿no vas a hacer nada?
-Haré que el buhonero contrahecho se convierta en un bello príncipe al ser besado con un beso de amor por una bella joven. Haré que el templario encuentre de una vez lo que buscaba y que la ardilla se convierta en nuez de tanto pensar. ¿Estás contenta?

            Estoy cansada, quiero irme a casa. Me levanto de la mesa con una sonrisa en los labios y me dirijo a la puerta. Al abrirla las luces de la noche me ciegan. Vuelvo a mirar los neones parpadeantes y pienso que regresaré mañana.

         ¡Taxi!.  

domingo, 14 de noviembre de 2010

DAVID

Lo bello no se recuerda, se vive. Ayer lo viví en el autobús que me lleva al trabajo.  Y…


 

…“Como no esperaba la amable aparición, como le sorprendió descuidado, no tuvo tiempo de componer tranquila y dignamente la expresión de su rostro. Así, cuando su mirada tropezó con la del muchacho, debieron de expresarse abiertamente en ella la alegría, la sorpresa, la admiración. En aquel instante Tadzio le sonrió. Le sonrió expresiva, confiada y acogedoramente, con labios que se abrían lentamente a la alegría. Era la sonrisa de Narciso al inclinarse sobre el agua, aquella sonrisa profunda, encantada, deleitable, que acompaña a los brazos que se tienden al reflejo de la propia belleza, una sonrisa ligeramente contraída por el beso imposible de su sombra incitante, curiosa y ligeramente atormentada, transformada y transformadora. Aquella sonrisa fue recibida como un obsequio fatal. Aschenbach se conmovió tan profundamente, que se vio obligado a huir de la luz de la terraza, del jardín y buscar apresuradamente el refugio de la oscuridad de la parte posterior del parque. Allí se le escaparon amonestaciones, singularmente indignadas y tiernas a la vez: ‘¡No debes sonreír así! ¡No se debe sonreír así a nadie!”.