viernes, 5 de agosto de 2011


      Con la mirada fija en sus labios,  igual que una sorda,  intento descifrar lo que dicen. Son labios carnosos que en su alegre baile dejan entrever de vez en cuando una fila blanca y regular de dientes que me hacen pensar en el teclado de mi piano infantil, recuerdo que me deleitaba más con el tacto de las teclas que con el propio sonido cuando éstas percutían las cuerdas. Siento deseos de acariciar ese teclado…

            Se ha levantado una suave y fresca brisa que agradezco. Desde que he llegado el calor me ha martirizado envolviendo mi piel con una capa húmeda que me asfixia. Enfrento al aire de cara, no debe haberle gustado mucho mi descaro porque furioso ha revuelto mi pelo y el de él que intenta recolocárselo sin éxito. Con gesto desesperado ha sacado de la mochila una cinta blanca que se ha colocado a modo de diadema para despejarse la cara. Hasta ahora no había reparado en lo atractivo que es. Debe andar por los treinta y cinco, dice llamarse Julien y ser un biólogo marino que se encuentra haciendo un estudio sobre no sé qué bicho.

            Ajeno totalmente a mi ausencia sigue sonriendo y hablando sin tregua. Me doy cuenta que me he convertido en una maestra del estar sin ser, soy yo y soy otra, pero él no lo nota. Él es sólo él.

            El camarero trae los cafés. Intento recordar cómo he llegado hasta aquí, por qué estoy sentada a su mesa o él a la mía. Mira su reloj, parece que llega tarde no sé a dónde, le da un sorbo rápido al café a la vez que anota algo en una tarjeta.  Se levanta, se cuelga la mochila del hombro y se acerca a mí para depositarme un inocente beso en la mejilla. No reprimo ninguno de mis deseos, y el de acariciar el teclado es muy fuerte. Encierro su cara entre mis manos y acerco su boca a la mía. Me regala una inquietante mirada y me da la tarjeta. Llámame, me dice.

            La algarabía de las gentes, el color melocotón de la luz y las notas del bandoneón de un músico ambulante crean un ambiente porteño que disfruto a sorbos cortos. Creo que después de todo no ha sido tan mala idea venir a la casa de la playa de no ser por la tediosa reunión de esta noche que como cada año inaugura la temporada estival, y a la que como siempre llegaré la última para hacérmela más corta.

            Al levantarme me siento entumecida como si hubiera estado inmóvil en este lugar gran parte de mi vida. Siento tristeza, quiero volver a empezar como cuando despiertas de golpe de un placentero sueño, quiero volver a ver la escena. Camino lentamente hacia el malecón donde las olas rompen con fuerza dejando en su huida un mar de espuma blanca/teclado/dientes.

            ¡Ay Julien!, lástima que cada vez me sienta más segura al pensar que el mejor hombre para mi es una mujer y que aunque nunca moriré por ti como Madame de Rênal ni te amaré como la joven Mathilde de La Mole, no me importaría, como ella, conservar tu noble cabeza en una bonita caja. Te llamaré, no lo dudes.