domingo, 16 de enero de 2011

La presentación ha sido todo un éxito, no cabía esperar otra cosa. Iré caminando a casa, me apetece pasear y tomar una última copa. Quiero quitarme la máscara de sonrisa forzada y sentir el frío de la noche en la cara. Camino despacio absorta totalmente en la contemplación de mis Manolos oyendo la suave cadencia de sus altos tacones sobre el asfalto. De aterciopelada piel color camel y de factura impecable,  el escote se remata con una cinta azul que se anuda en un elegante lazo en la tira trasera que deja el talón al descubierto. Ha sido todo un acierto combinarlos con el traje.

            No muy lejos distingo unos neones parpadeantes y mis pasos se dirigen hacia ellos. Las luces coronan una puerta de doble hoja no demasiado grande de color marrón. Decido que parece agradable y entro. Empujo la puerta y oigo los acordes de Stars Fell on Alabama, el sonido agarra suavemente mi cabeza con sus manos y me la gira hacia un pequeño escenario en el que se encuentran cuatro saxofones en alegre conversación con acelerado arpegio. Sin apartar la vista del escenario busco una mesa cercana a una ventana, siempre lo hago, me gusta mirar a través de ella mientras degusto una buena copa. Acerco la cara entre las manos al cristal pero no consigo ver la calle, no veo nada, está todo oscuro. El local no es demasiado grande, sus paredes pintadas de color púrpura alojan un abigarrado conjunto de fotografías, cuadros y pequeños muebles de todas las épocas que lo hacen intemporal. La decoración me inquieta pero a la vez me atrae. En una esquina una librería que alcanza el techo repleta de libros y revistas amarilleados por el uso, y supongo que por el paso del tiempo, en el más absoluto desorden. No hay nada que me ponga más nerviosa que una librería caótica. En la otra esquina una puerta  pequeña casi cubierta por un pesado cortinón rojo, que cuelga de una barra dorada,  y por la que salen y entran en constante agitación un sin fin de personas que parece que montados en un carrusel dieran vueltas sin parar.

            Desde una mesa próxima un hombre me observa desde que he entrado: levanta la cabeza, me mira escrutándome cuidadosamente y la vuelve a bajar sobre un pequeño cuaderno en el que hace anotaciones. Aunque su aspecto me resulta familiar me hace sentir incómoda. Aparentemente de mediana estatura y algo enjuto lleva gafas redondas de borde negro que le confieren un aire circunspecto. Viste un traje oscuro con chalequillo abotonado sobre camisa blanca de cuello duro que aloja una pajarita negra. Sobre la mesa un sombrerero gris con cinta negra y sobre el respaldo de la silla un abrigo también gris que me imagino, no sé por qué, portándolo sobre su brazo izquierdo. Puede ser un contable, o un escritor, o un periodista, o un filósofo, o un Toulouse Lautrec que me está haciendo una caricatura, qué se yo.

            Pendiente del contable (acabo de decidir que es un contable que juega a ser escritor) no reparo en otra figura que plantada delante de mi mesa me ha sobresaltado. Con sus grandes ojos fijos en mí, todo en él emana una extremada languidez que me despierta un sentimiento compasivo.

-Puede traerme un coñac doble y un vaso de agua, por favor.
-Preferiría no hacerlo.
-Perdón ¿qué ha dicho?
-Que preferiría no hacerlo.

No puedo contener la risa y suelto una irreprimible carcajada.

-¿Es usted Bartleby, Bartleby el escribiente? Recuerdo que leí ese libro cuando era muy joven, me apasionó. Le felicito,  su caracterización es perfecta,  siempre me imaginé así al personaje.

Sin mediar palabra, como cabía esperar del kafkiano amanuense, se giró y con paso lento pero firme, su figura desgarbada y de hombros cargados hizo mutis por la puerta del carrusel.

El lugar cada vez me resulta más curioso aunque me empiezo a impacientar porque no consigo la copa que he venido a buscar.

La música vuelve a hacer fijar mi atención en el escenario. Intento reconocer al cuarteto de saxos. Mañana sin falta voy a revisarme la vista. A duras penas distingo a Lester Young, Charlie Parker, Coleman Hawkins y Dexter Gordon. Es increíble, parecen ellos. Los reconozco. Durante muchos años sus fotografías disimularon las manchas de humedad de la fría habitación de mis comienzos. Los cuatro juntos ¡que locura! Vasili daría su brazo derecho por ver esto. No conozco a nadie a quien le guste más y entienda más de Jazz que él.

Empiezo a pensar que este espectáculo debe ser una especie de performance a las que esta ciudad es tan aficionada. De todas formas me gusta.

-Buenas noches.
-Buenas noches. Por fin, ya estaba dispuesta a marcharme. Dije doble y con un vaso de agua.
-No soy camarera.
-Perdón, pensé que…
-Es que acaso no me reconoces,  Anne Marie.
-¿Debería?

         No quiero saber quién es, pero le agradezco que me haya traído el coñac. Enciendo un cigarro y vuelvo a dirigir mis sentidos hacia el escenario.

-¿Puedo sentarme?
-¿Serviría de algo decirle que no? Veo que está dispuesta a hacerlo.
-Gracias.
-Mañana firmo ejemplares de mi último libro, estaré encantada de firmarle uno.
-No seas vanidosa.
-¿Qué es lo que quiere?
-Acaso te avergüenzas de mí.
-Nunca me he avergonzado de ninguno de mis personajes.
-Entonces, sabes quién soy.
-Eres endiabladamente bella, demasiado forzada la caracterización. Bartleby estaba más conseguido.
-No seas hipócrita, es que no te acuerdas de tus notas. Me describían como joven, morena, alta, esbelta, de ojos claros y boca sensual, doctora en paleografía y aficionada a los deportes de riesgo, sana, no fumo, no bebo…
-Todo lo contrario a mí. Me podrías traer otro coñac, por favor.
-¿Recuerdas a tus primeros personaje? El buhonero contrahecho que arrastraba una pierna y que hacías apedrear por los niños en las villas a las que llegaba a vender sus baratijas. Pobre, todavía Hamlet, cuando no está hablando con su cabeza calva, le arroja vértebras a modo de piedras del saco de huesos que siempre arrastra con él; o el templario al que nunca diste nombre y cuya cara no era más que un yelmo de hierro oxidado y que aún sigue con la espada entre sus manos y arrodillándose a cada momento creyendo haber encontrado lo que le enviaste a buscar; o el joven que sólo sabía  pensar y que de tanto hacerlo se convirtió en una nuez y fue devorado por una ardilla.
-Sí, los recuerdo ¿y qué?
-Pues que ahí siguen,  encerrados en su papel.
-Ofelia lleva más de cuatrocientos años encerrada en el suyo y acaba de pasar por nuestro lado con su corona de flores y su vestido empapado y todavía no ha cogido una pulmonía. No sé de qué te quejas, tú eres una de las que ha salido mejor parada. Las mujeres te envidian, los hombres te desean, hasta se ha sacado una línea pret a porter con tu nombre. Nunca me imaginé que un personaje como el tuyo tuviera tanto éxito. Igual dentro de cuatrocientos años sigues paseando tu esbelta figura por este local mientras que yo hará más de trescientos que formo parte del saco de huesos de tu amigo Hamlet. De verdad no te entiendo. Por cierto quién es ese señor, el del traje oscuro.
-Él nos añade o nos borra de una lista. Entonces ¿no vas a hacer nada?
-Haré que el buhonero contrahecho se convierta en un bello príncipe al ser besado con un beso de amor por una bella joven. Haré que el templario encuentre de una vez lo que buscaba y que la ardilla se convierta en nuez de tanto pensar. ¿Estás contenta?

            Estoy cansada, quiero irme a casa. Me levanto de la mesa con una sonrisa en los labios y me dirijo a la puerta. Al abrirla las luces de la noche me ciegan. Vuelvo a mirar los neones parpadeantes y pienso que regresaré mañana.

         ¡Taxi!.